La palabra que nos salva o nos destruye

Todos nos contamos historias sobre nosotros mismos y, como se dice de modo coloquial, nos comemos el cuento. Este fenómeno del lenguaje, el que no sea simple transcripción de los hechos sino interpretación y configuración de la realidad, les confiere importancia superior a los relatos autobiográficos, orales o escritos.

Construirlos honestamente puede llevarnos a reconocer que algo falta en nuestra historia, que hay escenas importantes por suceder: caí ¿y me levanté?, me equivoqué ¿y corregí?, hice daño ¿y lo reparé?, me dañaron ¿y perdoné?, fracasé ¿y aprendí? Es esta una manera constructiva de mirar al pasado y asumir el presente como página en blanco.

En esta época, con seguridad hay quienes, a pesar de las calamidades que han vivido en los últimos tres años, han conformado relatos en los que son héroes sobrevivientes de una pandemia, seres afortunados que han recibido la oportunidad de seguir viviendo, que no hacen parte de los millones de personas que ya no construirán su relato.  

Ser autor de los relatos de la vida propia es inevitable. Aunque no seamos conscientes, aunque no lo hagamos con explícita intención, narrar es la manera humana de atribuirle sentido a lo que pasa. Por eso, como afirma Rafael Echeverría, «al modificar el relato de quiénes somos, modificamos nuestra identidad» [1].

Ahora bien, componer nuestros relatos no es lo mismo que publicarlos. Hay quienes cuentan su vida a otros de manera espontánea y desprevenida. En cambio, a otras personas les cuesta compartir la más mínima información sobre sí mismos. Allá cada persona. Revelar nuestros relatos puede ser satisfactorio, pero siempre es más prudente mantenerlos en reserva.

En cualquier caso, mucha gente que, al parecer, no necesitaría publicar sus relatos lo hace. Por ejemplo, autores famosos y reconocidos, que quizás han contado parte de su propia vida en las historias de personajes de sus obras de ficción, autores que ya han asegurado prestigio y sostenimiento financiero, se animan a hacer públicas sus memorias. Quizás estén movidos por la convicción de que nada de lo que han escrito y publicado es tan grande como su propia vida, repleta de aventuras, adversidades, amores, fracasos y logros, soledades y encuentros, felicidad y sufrimiento. Quizás, como Bruner, están convencidos de que «yo es probablemente la más notable obra de arte que producimos en momento alguno, con seguridad la más compleja» [2].

Para algunos, entre quienes me cuento, leer obras autobiográficas es un gran placer. Me gusta descubrir cómo se ve un personaje a sí mismo en determinado momento de su vida, cómo se describe y reflexiona, cómo agradece, se comprende y se perdona. Los relatos autobiográficos tienen para mí un encanto igual o superior al de la ficción, siempre que el autor logre una voz narrativa verosímil, ecuánime y auténtica. Sin presunción ni sensacionalismo. 

Entre las experiencias de lectura que más he disfrutado en los años recientes está la trilogía de John Coetzee, agrupada en Escenas de una vida de provincias (Infancia, Juventud y Verano). En las tres obras, el premio Nobel sudafricano evita magistralmente la primera persona del singular y se presenta como un él ensimismado, imperfecto, que descubre en la escritura el propósito de su vida.

También he disfrutado otra trilogía, de Frank McCourt: Las cenizas de Ángela, ¡Ajá! Si lo es y El profesor. Son obras contadas con desparpajo por una voz de extraordinario sentido del humor que elude el dramatismo a pesar de las numerosas desdichas que le ocurren, siempre superadas sin alardes por Frank.  

Construir los relatos de la vida propia no es fácil. Influye nuestro carácter, nuestra cultura, nuestras creencias, nuestro vocabulario y, por supuesto, lo que nos ha ocurrido. De eso se trata precisamente, de conducir nuestro discurso, nuestro lenguaje, para evitar lo que algunos autores denominan historias contaminadas, que pueden resultar más letales que las propias desgracias que vivimos. Nuestros relatos propios son la palabra que nos salva o nos destruye. Nuestra tranquilidad depende de nuestros relatos.

Emily Esfahany, quien propone la narrativa como uno de los cuatro pilares de una vida con sentido, considera que «una de las grandes contribuciones de las investigaciones sobre psicología y psicoterapia es la idea de que podemos corregir, revisar y reinterpretar las historias que contamos sobre nuestra vida, a pesar de que estemos limitados por los hechos» [3].

Por supuesto, habrá trayectos que no nos gusten, pero son insoslayables. No se trata de evadir nuestras calamidades o responsabilidades. Reconstruir nuestros relatos no es un acto de olvido, ni una manera de culpar a otros por nuestros errores. Un relato auténtico parte de la certeza de que cualquier héroe sufre, es herido, es vencido, incluso se equivoca, porque el villano no siempre es otro, puede ser el mismo héroe enceguecido por la ira, por el amor, por la ingenuidad, por el desdén, por sus creencias, por sus vicios.

Boris Cyrulnik, el padre de la resiliencia, ha trabajado durante muchos años en torno a la reconstrucción de los relatos autobiográficos, a partir de su propia experiencia y el estudio de otros casos de víctimas de diferentes calamidades. Para él no hay duda de que reconstruir nuestros relatos autobiográficos es una forma de reponernos de la adversidad y crecer a partir de ella [4].

Podemos andar por la vida sin escribir y reescribir nuestros relatos, o sin hacerlos explícitos en ningún lenguaje. Quizá podamos ser felices así porque inconscientemente son relatos saludables, apaciguadores. Sin embargo, prestarles atención a los relatos de nuestra vida es darle la cara a nuestra memoria y nuestro presente, a nuestros hechos y nuestras emociones, es enfrentar lo ocurrido y hacernos cargo de nosotros mismos, es darle coherencia a nuestra historia para conectar con esta las páginas siguientes.


[1] Echeverría, Rafael. (2003). Ontología del lenguaje. Noreste.

[2] Bruner, Jerome (2003). Los usos del relato. En: La fábrica de historias. Derecho, literatura, vida. Fondo de Cultura Económica.

[3] Esfahani, Emily (2017). El arte de cultivar una vida con sentido. Urano.

[4] Cyrulnik, Boris (2020). Escribí soles de noche: Literatura y resiliencia. [EPUB]. Gedisa Editorial.

 

Comentarios

  1. Gracias por las trilogías. Un reto de lectura. Escribirnos y escribir...

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    1. Gracias por su lectura y el comentario. Así es, la escritura favorece nuestros relatos autobiográficos porque nos permite leernos en ellos y, de ser necesario, reescribirnos.

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  2. El relato conforma una de las herramientas básicas para el desarrollo de la inteligencia intrapersonal...escribir nuestra historia permite descubrir nuestra esencia.

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  3. Gracias por reforzarlo, Laura. Sentirnos protagonistas de una gran historia, la nuestra, es sin duda significativo y sanador.

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  4. El valorar nuestra historía de forma justa (Auténtico autorelato)...cimenta nuestros pies en la tierra y abre nuestros brazos a la inmensidad...

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    1. De acuerdo. La honestidad del relato autobiográfico y la valoración "justa" de los hechos son indispensables.

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