Risas y cenizas


Hace algunas semanas terminé de leer un gran libro y me cuesta trabajo elegir algún tema para escribir estos párrafos. No por ausencia de temas sino por exceso de ellos: injusticia, pobreza, niñez, paternidad, maternidad, muerte, dolor, templanza, enfermedad, ¡humor!... Escribiré sobre el humor con que Frank McCourt narró los dramas de su infancia en Las cenizas de Ángela. Al hacerlo, implícitamente hablaré de los demás temas porque el humor no es un ornamento en la obra sino una especie de tono permanente con el que el autor asume su pobreza, su dolor, las deficiencias de su padre y su madre, la muerte que lo rodea y lo amenaza, y en general todos los dramas que experimenta en sus primeros diecinueve años de vida.

Justo cuando alguno de aquellos dramas que vivió el pequeño Frankie me tenía más exaltado, o incluso desesperado, apareció en los renglones una anécdota poderosa, capaz de transmutar la gota que se formaba en mis ojos en una sonrisa impetuosa. Nunca le resta el autor trascendencia y seriedad a su dolor y el de los otros pero siempre encuentra algo alegre qué decir en medio de la escena más dramática.

Alguien puede opinar que tal nivel de ironía es posible, y hasta fácil, décadas después de sucedidos los hechos y una vez conquistada una vida estable y feliz, ya que McCourt escribió la obra cuando tenía sesenta y seis años de edad y se había convertido en un profesor de Lengua jubilado en Estados Unidos. En eso seguramente hay razón pero no me resulta justo negar el mérito que tiene la manera como el autor configuró su memoria, sus recuerdos.

Con hechos menos fatales que los vividos por McCourt muchas personas han decidido alimentar una memoria pesimista, llena de resentimientos, odios y amarguras. Estas personas obviamente no pueden reírse al referirse a sus dramas, ni siquiera pasado el tiempo y logrado algún nivel de éxito.

El humor que logró el autor en la narración es un tono ejemplar que le facilita al lector una experiencia única e inolvidable y además le permite verse a sí mismo como protagonista de sus propios dramas. Es decir, no importa que nuestros hermanos no hayan muerto cuando eran infantes ni que en casa nunca hayamos pasado días enteros sin más que comer que té y pan. No importa que nuestra madre no haya tenido que hacer filas en instituciones de beneficencia ni que nuestro padre no haya sido un alcohólico irresponsable. No importa que no hayamos comido sobrados ni que los clérigos jamás nos hayan cerrado la puerta en las narices.

No importa. O al menos no me importó. Porque cuando leí las vivencias de Frankie no pude evitar volver a mi infancia y mi adolescencia y verme a mí mismo enfrentando los dramas que me tocaron. Dramas menores, por supuesto, al lado de los del autor, pero en ese entonces yo no lo sabía.

No obstante lo más importante de mi experiencia de lectura no fue esa remembranza sino la posibilidad de verme hoy día como el McCourt adulto y preguntarme de qué manera he configurado mi memoria. Preguntarme si soy capaz de reírme de mis dramas pasados y si sería capaz de asumir en mi presente nuevos dramas con actitud positiva y humor, además de fortaleza. Dramas tan complejos como los de mis primeros años o incluso más terribles.

Mientras respondo mis interrogantes me preparo para leer ¡Ajá, sí lo es!, la continuación de la vida de McCourt, ese eslabón que une Las cenizas de Ángela con El profesor, la obra que habla de su ejercicio profesional, la cual leí hace un par de años y también me encantó.

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