Jugar en clase

Estas tres palabras dicen mucho para mí, tocan mis fibras emocionales y mi memoria. Me gusta jugar en clase y considero que es algo que me ha caracterizado durante los veintiocho años que llevo de ser maestro. Aún recuerdo los rostros de las directivas que por primera vez me dieron la oportunidad de orientar Lengua Castellana en primaria. Antes de decidirse a hacerlo, me pidieron que hiciera una clase para ellas, con el fin de determinar si estaba listo. Imagino su sorpresa al ver que me atreví a enfrentar aquella prueba decisiva con cubetas de huevos y pelotas de pimpón.

Este gusto me ayuda a entenderme con los niños. Casi siempre me va bien con ellos porque no les da pereza ni pena jugar. Por el contrario, suelen invitarme y retarme. Además, es raro que se cansen. Me encanta la motivación que genera en la mayoría de ellos el juego, aunque es obvio que existen excepciones y matices, no todos los niños sienten la misma inclinación por el juego, ni todos los juegos despiertan el mismo interés.  

Con los adultos es más difícil. Suelen hacer cara de «¿qué le pasa?» cuando les pregunto si quieren jugar. Es probable que piensen que el juego es adversario de la seriedad y la madurez. Por eso, desde que conocí una frase que se le atribuye a Chesterton, la cito para defender mis propuestas lúdicas: «Divertido no es lo contrario de serio. Divertido es lo contrario de aburrido, y de nada más». De todas formas, con todas las edades me ha funcionado bien jugar en clase.

En pedagogía se ha justificado muchas veces el juego didáctico en el aula. Tantas, y desde hace tantos siglos, que no debería ser necesario argumentar su importancia. Entre las celebridades que pueden citarse como defensoras figuran Platón, Locke, Piaget y Fröbel. Pero es pertinente reflexionar sobre el juego porque también han existido detractores reconocidos. Hegel, por ejemplo, parece indignado cuando afirma su descontento con los planteamientos de quienes, a su juicio, quieren que el profesor “se rebaje a la mentalidad infantil de los escolares en vez de elevar a los escolares a la seriedad de la cosa” [1].

No he sentido que me rebaje, ni creo que mi mentalidad se infantilice jugando en clase con mis estudiantes. Por el contrario, preparar y dirigir un juego suele ser más retador para mí que planear y llevar a cabo una exposición oral o un taller. Además, a veces los adultos sentimos y pensamos que lo que nos hace falta para resolver los retos de la vida es volver, aunque sea por un rato, a la mentalidad infantil.

Fernando Savater, que ha sido un pedagogo de referencia para mí, aunque reconoce el inmenso potencial del juego en la educación y se declara beneficiario de este en su infancia, se muestra escéptico también respecto al uso escolar del juego. Nos recuerda que los niños no necesitan de los adultos para jugar, pues ellos solos juegan muy bien. En cambio, opina, «la mayoría de las cosas que la escuela debe enseñar no pueden aprenderse jugando», la escuela es «para preparar a los niños para la vida adulta, no confirmarles en los regocijos infantiles» [2].

Al respecto, pienso que entre las «cosas que la escuela debe enseñar» están la solución de conflictos, la tolerancia al fracaso y la derrota, el trabajo en equipo, las operaciones mentales, la superación de retos, la competencia leal y otros innumerables aprendizajes para la vida que el juego sí puede favorecer.

No obstante, comprendo que algunos desconfíen del juego. En especial, cuando se entiende como una constante ausencia de orden y seriedad, en un vacío de objetivos pedagógicos y conceptos formales. El juego en clase, como lo planteo y lo practico, tiene objetivos claros, es muy serio, no es un paréntesis en la clase para distenderla.

Llama mi atención que el juego en la educación infantil y primaria haya sido mucho más recomendado y estudiado que aquel que se practica con jóvenes y adultos. Probablemente, esto se debe a las sospechas que lo consideran algo de lo que las personas debemos desprendernos en la medida en que vamos creciendo, como los dientes de leche.

En la actualidad, tales opiniones parecen estar cambiando. Es fácil encontrar artículos publicados en las últimas décadas que divulgan experiencias de juego en aulas de secundaria y media. Menos en aulas universitarias. Aun así, en cualquiera de estos niveles, prevalecen los juegos digitales y los que se realizan en clases de educación física.

Mi experiencia está más relacionada con una clase de juego que requiere bastante de las otras personas en la clase y poco de tecnologías digitales. Considero que el uso de pantallas puede limitar significativamente la interacción humana. Por eso, siempre que esta última sea posible sin las primeras, la prefiero. Lo que me interesa del juego, en primer lugar, es la motivación; además el manejo de conceptos y la activación de competencias propios de las asignaturas; y, como si fuera poco, que hace fluir situaciones propias de la vida en las cuales se propician experiencias y aprendizajes: el diálogo, la competencia, el conflicto, la negociación, la victoria, la pérdida, la cooperación, la relación con las normas, la frustración, etc. 

Más que con el uso de TIC en los juegos, me identifico con las premisas de la gamificación, una tendencia didáctica contemporánea que, en pocas líneas, propone llevar las características de los video juegos a las actividades didácticas y los juegos de aula, para hacerlas más motivadoras y significativas [3]. Por ejemplo, pasar de un nivel a otro o adquirir “poderes” por cierto desempeño, son características de los juegos de video que pueden aplicarse en los juegos de aula.

Por otra parte, es preciso hacer énfasis en que empleo el juego como una entre varias estrategias didácticas. Supongo que es posible jugar todo el tiempo en la escuela, aunque no conozco personalmente algún caso, pero considero que el juego es mejor como parte de, y no como único modo. El juego puede disponer al grupo, activar su motivación, su curiosidad, sus saberes y competencias; sin embargo, se requieren actividades de lectura, de discusión, de presentación oral, de escritura, que prefiero por fuera del espacio del juego.

La discusión sobre el tema es inacabable. No creo que haya fórmulas posibles para jugar en clase. Más bien se trata de un continuo aprendizaje del profesor con sus estudiantes, de un proceso creativo, reflexivo y crítico que se consolida con años de práctica. Lo que me parece primordial es atreverse, con la convicción de que jugar aporta aprendizaje, de que no es perder un tiempo que debería emplearse en estudiar seriamente. Estoy convencido de que pocas lecciones logran motivar tanto como un buen juego. Eso ya es suficiente argumento para jugar en clase, porque la principal enemiga del aprendizaje no es la ignorancia sino la desmotivación.

 

[1] Citado por: Abbagnano, Nicola, y Visalberghi, A. (1964). Historia de la pedagogía. Fondo de Cultura Económica.

[2] Savater Fernando (1997). El valor de educar. Editorial Ariel.

[3] Amezcua, Teresa, y Amezcua, Patricia (2018). La gamificación como estrategia de motivación en el aula. En: Gamificación en Iberoamérica, pp. 137-146. Universidad Politécnica Salesiana.

 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

¿Quién cerrará la llave?

La palabra que nos salva o nos destruye