¿Están ahí?
Rosa está lista para iniciar clase. Después de
once años usando zapatos de tacón, hace dos meses que no lo hace. Sus
chancletas de tres puntadas dejan al aire unos testarudos juanetes y diez uñas
bien formadas que ella misma maquilló de rosado el fin de semana con místico
detalle. No planchó el pantalón beige que tomó de su ropero impulsivamente, sin
detenerse a pensar que era el más viejo y usado de todos los que posee.
Se maquilló el rostro y se peinó. Eso nunca
cambiará, se dice cada mañana mientras delinea y rellena sus cejas con un lápiz
marrón ¿Quién es la más bella de esta casa?, le pregunta con sorna al espejo de
su tocador, que le devuelve la imagen de una mujer fuerte pero cansada, joven
pero gastada, optimista pero asustada.
No ha enloquecido aún. Sabe que su espejo no
le responderá, porque no es un cuento de hadas, y recuerda bien que en aquel
pequeño apartamento de un quinto piso, allí donde reside hace dos años, no hay
más mujeres. Solo comparte techo y paredes con Joaquín, su esposo, y
Joaquincito, su hijo de cinco años.
Con la mano derecha enciende su computador
quince minutos antes de las siete. En la izquierda tiene un pocillo de café
bien cargado y humeante. Hace frío aquella mañana y la anterior fue una noche
más de no dormir bien. Pone su Fe en la cafeína y en el Todopoderoso. Se sienta
de cara a la pantalla en la que Windows le regala una imponente imagen de un
cañón desierto y anaranjado en algún lugar del planeta. Da un sorbo apresurado
al café y descarga el pocillo sobre el escritorio. Delante de la frente junta las
palmas de sus manos mientras apoya sus codos en los brazos de la silla. Señor
mío, dice susurrando.
Ora por Joaquincito y por Joaquín. Ora por su
madre octogenaria que vive en la capital. Ora por sus hermanos. Protégelos a
todos, Señor, de cualquier desgracia. En especial, de esta maldita pandemia. Se
arrepiente de haberlo dicho. Odia eso que han llamado coronavirus, una palabra
que tres meses antes no hacía parte de su léxico, pero cree que Dios no
escuchará oraciones que incluyan insultos.
Ora también por sus estudiantes. Completan
cincuentaidós días de no ir a la escuela. Igual que ella. Extraña sus cuerpos
infantiles recorriendo el salón, los pasillos y los patios. Añora aquellos
momentos en que la abrazaban como un gato que no quiere caerse del árbol. A
ratos desea ser eso, un árbol, para no verse atrapada en cuatro paredes, para
que los gatos de verdad, al menos ellos, que no están en cuarentena, puedan
aferrarse a ella. Cuida a mis angelitos y sus familias. Amén.
De los veintidós infantes vivarachos que
conforman el grupo de segundo grado, seis no tienen buena conectividad ni
aparatos adecuados para conectarse a video llamada. Con los demás se enlaza
todos los días. Si tienen buena suerte, que es casi lo mismo que decir buena
señal, y suficiente voluntad, los escucha y los ve. Algunos lucen borrosos pero
ahí están, con sus caras de piel lozana y sus ojos perezosos. A varios los
percibe fastidiados de mirar una pantalla que tiempo atrás deseaban como una
chocolatina.
En ocasiones hay alguna cámara descuadrada y
solo ve una frente con un lunar, un cabello despeinado, incluso una gorra.
Otras veces no hay cara, ni frente, ni lunar, ni cabello, ni gorra. La cámara
está apagada. Si acaso la letra inicial del nombre. Con suerte una fotografía o
un avatar. Rosa no está segura de que detrás de esa imagen en realidad haya
alguien. Llama al estudiante por su nombre y le pregunta si está ahí. Se dice a
sí misma que más parece una médium que una maestra. Suele ocurrir que después
de preguntar un par de veces alguien responde al otro lado. Pero en ocasiones solo
hay silencio. Ninguna respuesta. La ausencia parece ser la vencedora.
Un sorbo apasionado de café antecede su
ingreso a la video llamada. Ha preparado un juego para disparar la motivación
de los niños. Cree que de esta forma regará sus semillas de alegría y
esperanza. Con un click está dentro de aquel espacio misterioso, inmaterial,
etéreo, amorfo, que pretende ser un aula. Enciende su micrófono y su cámara. Se
expone. Sus oídos perciben que los estudiantes van entrando a clase anunciados en
una serie de timbres que le llegan a través de sus audífonos nuevos.
En segundos se halla ante tres hileras de niños.
Va saludando a cada uno con cariño. Ve un par de rostros sonrientes. Una madre
de familia también se acerca a la cámara de su hija y le desea buen día. Que
Dios la bendiga, profesora.
En tres espacios aparece solo una letra mayúscula
blanca con un círculo de color al fondo. Debajo el nombre del estudiante. Intenta
interactuar con ellos. Jaime, buenos días. Nicolle, cómo te va. Hola, Johana.
Silencio. Ausencia. Repite los tres nombres. Buen
día, mis angelitos ¿Están ahí?
Sin duda. Están ahí? Hoy en día...Dónde quisieran estar? Fuera o dentro de la pantalla? Dentro o fuera del aula real? Y qué de la presencia?. También duele las barreras invisibles de metro y metro y medio, durle la caminata sigilosa, duelen los ojos sin boca, y las palabras sin dueño.
ResponderBorrarMuy real. Felicitaciones Fabio por la sensibilidad y el aporte en estos momentos. Saludos
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