El ataque del monstruo (fragmento de La casa embuhada)

Salí a la tienda ese día, hace ya tantos años que no logro contarlos con exactitud, a comprar algunas cosas para el almuerzo, ya no recuerdo qué... bueno, recuerdo los cuatro huevos, ya te diré por qué. Llevaba en una de mis manos la locomotora que mi papá me había tallado en madera, hermosa y perfecta. En mis pies, unas chancletas azules que me quedaban un poco grandes y me restaban agilidad. Y en mi pecho llevaba el miedo, el temor, el mismo de cada vez que me mandaban a la tienda.

— No, no era el temor de que me robaran. Era el temor a Cíclope ¡Qué nombre! ¿No te parece? El mismo del monstruo de la mitología griega. Y es que este Cíclope no se le quedaba corto. Era gigante, mucho más grande que todos los de su especie, se decía que era hijo de una mastín y un gran danés; y, para completar la similitud con el ser de los relatos griegos, sólo tenía un ojo. Bueno, tenía los dos pero uno no le servía, sólo era una bola de gris perturbador, horroroso.

El combo del barrio decía que sus dueños habían entrenado a Cíclope para cazar niños y que en las noches lo soltaban a que deambulara por las calles en busca de los que se quedaban hasta tarde fuera de la casa. Para reforzar esa leyenda, el monstruoso cuadrúpedo sólo arremetía cuando un niño pasaba. A los adultos ni les ladraba, pero si un niño transitaba por el frente, embestía hacia la verja y parecía saltarla, apoyaba sus dos patotas delanteras en la barra horizontal y asomaba su hocico perturbador que emitía ladridos escalofriantes, para mostrar así su horrenda dentadura amenazante.  

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