¿Quién cerrará la llave?
Por poco no llega al cuarto de baño. Tan
pesada era su lasitud que apenas logró deslizar sus chancletas como patines,
aprovechando la lisura del baldosín. Mucho mayor fue el esfuerzo que requirió
para que sus pies, uno después del otro, pasaran por encima de la división que aislaba
la regadera. No eran más de quince centímetros de altura, pero tuvo que apoyarse
en la pared enchapada de azul rey cuando sintió que perdía el equilibrio, en
aquel lapso minúsculo que se sostuvo solamente sobre su pierna izquierda.
Al abrir la llave, sintió por fin el chorro
que tanto anhelaba, frío y potente, deslizándose por su cabeza, por su rostro,
por su nuca, por su espalda, por su pecho, por su vientre, por sus nalgas, por
sus ingles, por sus muslos, por sus rodillas, por sus corvas, por sus pantorrillas,
por sus pies.
De repente, algo extraño empezó a ocurrirle.
El agua que escurría se iba llevando su cuerpo como si estuviese hecho de jabón
en gel. No pudo ver sus cabellos, ni sus ojos, ni sus dientes, pero supo que
iban entre el agua transparente, llegaban a la rejilla blanca y se perdían
entre las hendiduras.
Aquel fenómeno fue absolutamente indoloro. Sintió
un placer inmenso, un orgasmo tan pacífico que ni siquiera necesitó una
exhalación o un gemido. Se fue diluyendo todo, órganos, huesos, nervios, con la
alegría adicional de que no había testigos, nadie tenía la oportunidad de
fingir, ningún ausente aparecería a última hora, nadie podía usarlo.
Con su cuerpo desliéndose, también se
liquidaron recuerdos y angustias, desolación y deudas, fracasos y soledades. Su
última preocupación fue tan fugaz y fútil como un parpadeo, un relámpago final
de responsabilidad que lo hizo sonreír y reprocharse a la vez. Ocurrió cuando
ya se filtraba definitivamente por el sifón: ¿Quién iba a cerrar la llave?
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